Últimamente me encuentro con frecuencia con un patrón que hace que perdamos mucha productividad, el perfeccionismo. En muchas ocasiones, hemos sido educados en la perfección, en llegar al 10 y no conformarnos con un 9 y, aunque como actitud general en la vida está bien, puede tener su lado oscuro.

En un mundo laboral en el que el tiempo se desdobla por acción de la excesiva carga de trabajo, el perfeccionismo puede llevarnos a invertir tiempo en exceso para conseguir pequeñas mejoras. Es conocido el principio de Pareto, aplicable a muchísimos ámbitos, que detalla una relación 80%-20% en muchos ámbitos. En el caso del desempeño y la calidad, se suele decir que el 80% de la calidad de la entrega de valor se consigue en el 20% del tiempo; siendo necesario un 80% de dedicación para conseguir el otro 20%. Si aspiramos al perfeccionismo en todo aquello que hacemos, pasaremos la mayor parte del tiempo en conseguir un 100% de calidad, cuando quizá un 80% o 85% es más que suficiente.

Seguramente en este punto habrá quien se esté echando las manos a la cabeza y, quizá, hasta rasgándose las vestiduras. ¿Cómo que el 80% de la calidad puede ser suficiente? ¿Dónde queda, pues, la ambición de la satisfacción de nuestros clientes? Como en todo en esta vida, el balance es la clave. No estoy hablando de volvernos dejados o descuidados, hablo de revisar cuánto estamos invirtiendo en ser perfectos y, también muy importante, cómo estamos midiendo lo que es perfecto. Existe además una distinción entre excelencia, hacer lo mejor posible con los recursos y medios que disponemos, y perfección, que va más allá con una evaluación global de lo que debe ser independientemente de lo que dispongamos para alcanzar el resultado.

La obsesión por el perfeccionismo toma una dimensión nueva cuando, al plantearnos una nueva actividad, imaginamos cómo será nuestro desempeño y observamos que, con las habilidades y conocimiento que tenemos, no vamos a alcanzar un resultado “perfecto” y decidimos ni tan siquiera empezar con ello. Esta circunstancia se realimenta a sí misma puesto que, como nunca empiezo a hacerlo, nunca desarrollaré habilidad y/o conocimiento para conseguir un resultado “perfecto”. He entrecomillado perfecto en este último párrafo porque evaluar el resultado de una actividad de la que no somos expertos suele ser incorrecta ya que, por falta de conocimiento, no tenemos las variables necesarias, ni la precisión para definir qué es un resultado perfecto, ni podemos autoevaluar nuestro desempeño en dicho ámbito.

No quiero que esto sirva como excusa para hacer entregables mediocres, no. La intención es plantear un marco en el que el perfeccionismo esté también al servicio de la entrega de valor y nos paremos a reflexionar cuánto de perfecto es suficiente en cada caso.

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